Fe Bajo el Sol
- leydenrovelo
- 16 jun
- 3 Min. de lectura
Reflexiones sobre una conversión antigua (y continua)

Los veranos en el Medio Oeste son pegajosos, húmedos y muy calurosos. Cuando me mudé aquí desde Nueva York, solía bromear con mis nuevos vecinos: ¿qué hicieron todos ustedes para enojar tanto a Dios? Como si el verano en el Medio Oeste fuera un castigo por algún pecado irredimible. Pero la verdad es que hay algo en el sol de verano que me recuerda a la fe. Quizás sea la forma en que la luz se siente más viva, más vibrante, o cómo el calor penetra profundamente en mi piel, cambiando mi color como la fe cambia el alma. Para mí, el verano siempre ha sido una época de recuerdos, un momento en el que la fe y la historia convergen bajo el mismo cielo brillante.
No se puede mirar fijamente el sol del Medio Oeste, solo se puede entrecerrar los ojos hasta que se convierte en rayos difusos que brillan, sobre todo. Los mismos rayos brillantes rodean a Nuestra Señora de Guadalupe en su tilma. Esos rayos dorados, tan deliberados, tan radiantes no eran solo arte. Hablaban un lenguaje que los pueblos indígenas entendieron de inmediato: Dios más grande que el sol.
Antes de que los primeros misioneros pisaran América, los aztecas adoraban a dioses vinculados con el mundo natural. El principal de ellos era Huitzilopochtli, el dios del sol, quien, según se creía, requería sacrificios humanos para nutrirse. Sus rituales reflejaban un ciclo constante de asombro y terror.
Cuando Nuestra Señora se apareció a San Juan Diego en 1531 y grabó su mensaje en su tilma, hablaba la lengua de los aztecas. Conocían tanto la poesía como el poder de las pictografías para comunicarse. De pie ante el sol, esta mujer del Cielo y la tierra les habló a los aztecas de un Dios superior a la fuerza más poderosa que pudieran conocer. El mensaje de la Santa Madre no era de dominación, sino de invitación: la invitación de una madre al amor.
Y bajo el sol mexicano, millones de indígenas se convirtieron al catolicismo. El sol no desapareció de sus vidas. Se transformó. Su significado se profundizó. Se convirtió en un símbolo no de miedo, sino de la Luz del Mundo.
Así, cada año, cuando el sol del verano pega fuerte y los días se alargan y se hacen lentos, me encuentro pensando en aquellos primeros creyentes… y en mi propia historia.
Fue un verano no muy lejano cuando mi corazón, cansado e inquieto, por fin dejó de huir. Quizás fue el calor que acalló el ruido, quizás fue la gracia que finalmente me alcanzó. Lo único que sé es que un día de verano, bajo el mismo sol abrasador, me di cuenta de que ya no podía vivir dividida. No había tilma ni rosas para mí, pero sí señales —pequeñas— que me guiaron de vuelta a la Iglesia, a la oración, a la confesión, a los brazos de un Salvador que casi había olvidado.
Los primeros aztecas conversos debieron sentir el calor del sol en sus rostros igual que nosotros. Pero con corazones nuevos, el mundo mismo debió parecer renovado. Las estrellas, las flores, las montañas, el sol, todo ello proclamaba ahora a un Creador que los amaba personalmente, que entraba en su historia y hablaba su idioma.
Nuestra Señora de Guadalupe una vez envolvió un mundo roto en luz y ternura. Ese mundo sigue roto, fracturado por el miedo, la injusticia y el pecado, pero ahora nos toca a nosotros. Es nuestro turno. Así como fuimos hallados, ahora mostramos el camino. Así como nos amaron, así amamos.
Los corazones aún anhelan el amor que solo Cristo puede traer, a través de nosotros. Así que, vamos: Cada uno, enseñe a uno. Cada uno, alcance a uno. Cada uno, lleve a uno al Sol.
Este artículo se publicó por primera vez en The Catholic Key Magazine (publicado en junio/julio de 2025).
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